Monqui Aislan

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Mira detrás de ti… ¡un mono con tres cabezas!
(The Secret of Monkey Island)

Una marca de época, la infancia frente al monitor, de esos viejos, de tubo, cuadrados, amarillentos, con una placa de vidrio como protector de pantalla para no dañar los ojos; protector que, dicho sea de paso, una vez, hice estallar de una piña por colgárseme la computadora en un nivel avanzado del Carmageddon, en esa época en que los videojuegos no podían salvarse, y si uno perdía, o la computadora se negaba a seguir procesando, había que volver a empezar desde el principio, y sentir, al mismo tiempo, el inútil desperdicio de tantas horas de vida, que no siempre está presente mientras uno se divierte en una fantasía virtual, pero que se vuelve bien concreto, como un muro, aplastante, cuando el juego, o la computadora, o ambos, dejan de funcionar y todo se pierde, y no queda más que apuntar el puño firme hacia ese muro de desperdicio y golpear los nudillos contra el protector de pantalla; todavía guardo una diminuta cicatriz blanquecina en el nudillo del dedo fuck you de la mano derecha.

Pero juegos como el Carmageddon, así como otros miles, eran solo breves, fugaces destellos pasajeros. El tiempo, la vida, el mundo, eran las aventuras gráficas: un personaje, un puntero, unas cuantas acciones, una centena de objetos y diálogos de toda clase. Dar, hablar, usar, abrir, cerrar, mirar, empujar, tirar, y sobre todo, coger, significaban algo enteramente distinto. Estaban el «dei of de tentacul», el ful trotl, ful trottltl, ful… bueno, el del motoquero rebelde, el «sam y max» también, el «de dig», y un poco más avanzado, ya sin puntero y con gráficos en tres de, el «grin fandango». Pero en la cima, en la cúspide, ocupando un lugar tan primordial que opacaban al resto, estaban, por supuesto, los «monqui aislan»; el segundo apenas mejor que el primero, que era perfecto (aunque ni siquiera incluía gráficos de los objetos, solo texto), luego salió el tercero, con mejores gráficos y voces, y ahí dejemos de contar. Con las horas que se han ido entre piratas borrachos, calaveras parlantes, hechiceras vudú e islas del caribe se podría crear una infancia paralela del otro lado del monitor, bajo esa musiquita inolvidable que aún suena, fiel y precisa, en mi cabeza.

Hoy estoy vaciado de infancia, y la busco, desesperado, para no vaciarme del todo. Quedan formas de evocar el recuerdo, de traer, desde lejos, entre nieblas y sombras, a la infancia perdida. Está, por ejemplo, en la computadora moderna, el emulador de juegos viejos. El nombre ya lo dice: no es posible volver, no hay camino de regreso, solo se puede emular. Simulemos los momentos de la niñez, aunque estos se hayan perdido para siempre y mañana se venzan la luz, el gas, el celular y la cuota de la AFIP. No, no es lo mismo, la emulación es una sinfonía para el que se ha quedado sordo, una lluvia de agua fresca para el árbol caído. Lo que antes era natural, orgánico, es ahora un artificio.

Antes, en el monitor viejo de catorce pulgadas, en modo Súper VGA, el juego se volvía, era, por un tiempo indefinido, el mundo. Ahora, la pantalla de alta definición, en calidad HD 1080, de treinta y pico de pulgadas, produce dos efectos singulares: si uno desea poner el juego en su tamaño original, resulta tan pequeño con respecto a la inmensidad vacía de la pantalla que se pierde, queda olvidado, se confunde e incluso es tapado por los iconos, no es un mundo, es una miniatura, una foto carnet de lo que solía serlo; en cambio, si uno ajusta el juego al tamaño de la pantalla, todo se vuelve enorme, terrible, los píxeles crecen de forma desmedida, y lo que antes, en esos días, era un ojo, ahora es un cuadrado blanco, lo que antes era un parpadeo es ahora un grotesco cuadrado negro, desaparece la vida en una geometría monstruosa, inverosímil, de píxeles titánicos que lo consumen todo, incluso la realidad del juego.

Quisiera volver a ser un pirata fracasado con un nombre gracioso, pero debo llevar a lavar el traje, y afeitarme, y pensar algo inteligente para decir, pues mañana hay reunión en la oficina. Quisiera, otra vez, salir a deambular por muelles, embarcaciones, incluso cementerios, y llevarle a la bruja del pantano los ingredientes para crear un muñeco vudú con el que expulsar al hombre débil que tiraniza a toda la isla, pero, casi lo olvido, tengo turno con el médico para hacerme esa ecografía abdominal que me dirá, de una vez, si estos dolores se deben a cálculos en la vesícula, o algo que anda mal en el hígado, y no debo olvidar contarle al clínico del malestar en la columna y sobre esa bolita negra un tanto sospechosa que me está creciendo en el testículo izquierdo. Quisiera, una vez más, ponerme a juntar los elementos necesarios para preparar una jarra de Grog (no se asuste, señor Cormillot, los jóvenes no andan tomando ácido sulfúrico ni grasa para ejes en las previas), o salir a repartir insultos con la espada en la mano, o emprender la búsqueda del mono de tres cabezas, pero no, no se puede, no, no, no, el auto al taller, la cola de dos horas en el banco, el examen final de lingüística, el informe para la reunión de trabajo, una hora y pico de rutina en el gimnasio, la limpieza del departamento, y así, la vida, el mundo.

¿Alguien me explica a dónde se fueron los días en que esa mujer maravillosa que es mi madre me cocinaba milanesas con papas fritas mientras yo me encerraba a salir a surcar los mares, recorrer las islas y conversar con los piratas? ¿Alguien me explica por qué, si estuve tanto allí, al final quedé de este lado, en este espacio denso, sobrecargado, tan lleno que llena de tanto vacío, tan complicado, pesado de tanta confusión, desorientado, sin saber qué buscar o si busco buscar algo, expulsado de ese universo simple, sencillo, de pocos bits, de píxeles livianos y colores primarios, de dulces melodías en tonalidades de MIDI? ¿A dónde quedó mi poder aguantar diez minutos sin respirar abajo del agua, si ahora me ahogo a cada segundo en cualquier superficie?

Ya no tengo mapa que me señale el camino, más que, quizá, el del GPS que tengo apagado porque solo marca senderos conocidos. Ya no tengo un tesoro escondido que encontrar, solo algunos pesos en una caja de ahorro que el mes próximo se irán como llegaron. Ya no me dirijo hacia la isla de los monos, voy, cada tanto, a la Martín García a recorrer el presidio abandonado donde estuvo encerrado, por quince años, mi bisabuelo, o quizá voy, alguna vez, a Tigre, a reencontrarme con la absoluta soledad. Tengo las manos llenas de cicatrices, pero no importa cuántos protectores de pantalla haga explotar con mis puños, no hay forma de volver de aquel lado. Hace tiempo que se extravió, entre la inmensidad oceánica de la adultez, mi Monqui Aislan. 

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